Todavía hay quien se resiste a utilizar un smartphone. Son pocos pero han advertido el peligro del desdoblamiento. Uno cree que existe en la física dimensión de siempre y de repente una mañana, mientras desayuna actualizando sus estados de ánimo en Facebook, comprende que todo ha cambiado. Un mal comentario, una cosecha escasa de l**es o un amigo que te borra condicionan tu humor para el resto del día. En esa dimensión paralela y desdoblada de la carne y el hueso las normas son otras. Y nos importan.

Dedicamos más horas al teléfono que a la televisión porque el teléfono es una ventana a nuestras prioridades: la familia, el amor, el ocio y el trabajo caben en cinco pulgadas. Los besos son emoticonos, los sueños son matches, los viajes son reviews y el trabajo son grupos de Whatsapp. Pero el teléfono es también, y sobre todo, una plataforma hacia el ensimismamiento. El imperio del selfie. La producción de una imagen filtrada que nos represente ante el mundo en nuestro inmenso vacío. Una estadística fantástica sería aquella que describiese la proporción de selfies por libro leído. ¿Cuántas fotos nos hacemos al año? ¿Cuántos libros leemos? Es importante preguntarse qué relación existe entre ambas acciones.

Esta exhaustiva labor de registro (la comida de un restaurante, los pies en la playa, la habitación de un hotel, el disfraz de Halloween) concentra masivamente la atención en microtareas estéticas y reduce el tiempo intelectual. Algunos estudios sostienen que el hombre del siglo XXI se especializa poco a poco en la dispersión. Pierde así capacidad de concentración y memoria, pero pierde sobre todo serenidad. Otra cuestión, ésta para los lectores avezados: ¿Cuántas páginas leían antes de una tacada y cuántas leen ahora antes de apagar el flexo por las noches? Es la pesadilla del ruido. Es el yugo de la atomización.

Aquí va una paradoja: el ensimismamiento es puramente superficial. La medida soy yo, o más exactamente mi cara, mis labios, mis músculos de gimnasio. Es un proceso con una derivada fatal, pues la egolatría afecta al arte de la conversación, fundamental para todo animal social. Una charla es hoy a menudo una superposición de monólogos. Palabras que no se tocan, que nunca interactúan, convirtiendo al interlocutor en una suerte de receptor pasivo cuya presencia sólo atestigua que hablamos, luego existimos.

Del monólogo impermeable se desprenden dos fenómenos más: la proliferación de las mascotas (20 millones en España) y el afecto tecnológico. Los animales, mudos por definición, son un terreno abonado al monólogo, que no deja de ser una forma de opresión. Uno adora a su perro o a su canario porque no disponen del contrapunto de la palabra. En última instancia, el amo siempre tiene razón. La tecnología también nos acompaña. Siri es la punta del iceberg de un servicio prestado de nuevo desde la postración. La ley de Moore y el test de Turing harán realidad un día los robots de compañía de Blade Runner o Ex Machina, y entonces el hombre (la mujer) sí estará perdido porque abandonará el mandato biológico de la reproducción. Imaginen la escena: un apartamento desordenado y sucio, un anciano crepuscular que le habla al gato y muere viviendo enamorado de su robot, robot que con mucha diligencia le ayuda a sentarse en el retrete, le cambia los pañales e inmortaliza sus selfies postreros para que la red social, cualquiera que sea la que exista en ese momento, siga girando alegre.v

PD: no es descabellado pensar que pronto una startup de natural audaz cree una aplicación consistente en prolongar más allá de la muerte la vida digital del muerto. El post (el monólogo) como tesoro inmortal.